En dependencias de la Biblioteca Gabriela Mistral de la ciudad de La Serena, el profesor y escritor Jorge Poblete Baeza presento su obra de cuentos «Fauna Bagual», en las Tardes de Ludoteca de este importante espacio para las expresiones culturales del norte de Chile.
A continuación dejamos HERNAN, texto del autor que compartimos con ustedes.
No era bueno para la tele, pero en la casa si, siempre estaba prendida. Quizás por eso ahora prefiero el silencio. A pesar de eso, todavía puedo recordar con incomodidad la sensación que creaban esos estelares maqueteados y fríos de los Domingos por la noche.
Aunque no era cosa del día, porque los Sábados pasaba lo mismo, Sábados Gigantes por ejemplo tenía esa atmósfera tristona de la vejez solitaria.
En un capítulo de esos estelares, vi por primera vez al gran maestro de la literatura don Hernán Rivera Letelier. Llevaba una campera de cuero negra, bastante común y poco lucida, como de feria persa. Todo eso daba igual porque su sola presencia se robaba todas las luces, más aún cuando respondía alguna pregunta. Lo encontré serio e interesante, contaba cosas chistosas pero él no se reía de ellas, aunque él sabía que eran graciosas. Me pareció medio geniecillo, lo admiré por estar ahí en medio de todas las banalidades que hablaban comúnmente las modelos escotadas, los cantantes de fachas extravagantes o los humoristas que usaban ordinarieces para hacer reír. No, él estaba ahí hablando de la pampa, del salitre, de costumbres de gente común y de sus libros. Y de él.
Recuerdo el contrapunto que marcaba en ese formato televisivo una anécdota que relató y que vuelve a mi cada cierto tiempo, pues ha sido para mí el reconocimiento propio y genuino de la condición de un artista, como una declaración de principios del que siente dentro de sí la irrefrenable pulsión de la creatividad.
En una ocasión tardó más de un año en terminar un libro, contaba con calma. Se había demorado un par de semanas en escribirlo pero intuía que algo faltaba para sentirlo redondo y ponerle candado. A pesar de las revisiones y relecturas, algo le faltaba. Movía un párrafo, borraba otro, insertaba una palabra, agregaba un final… pero seguía disconforme.
La editorial comenzó a presionarlo para entregar el escrito pero no lo hacía, porque sabía que algo estaba suelto. Estuvo más de un año con el texto pendiente y sin poder iniciar otro, porque su manía le impedía empezar un nuevo escrito sin terminar el pendiente.
A veces no tomaba el trabajo en días… otras veces se amanecía leyéndolo y en otras ocasiones se confinaba en su casa una semana sin salir ni siquiera al patio.
Una noche de desvelo, encendió el computador y comenzó a leer donde había quedado la última vez y mientras hacia una lectura rápida, sus ojos se tropezaron con algo extraño. Volvió atrás en un frase absurda e insignificante, la repasó y acercó su vista a la pantalla, tecleó una coma entre dos palabras y leyó en voz alta. Apagó el computador y dijo al silencio de esa noche: “esa hueá era”. Al otro día presentó el libro a la editorial. Para que mencionar el éxito de críticas y ventas. Un hit de autor.
Nunca me ha importado eso, pero si me impresionó su idea de lo único, que le molestara tan indescifrable imperfección y sobre todo, su obsesiva búsqueda de la expresión auténtica. Personalmente, su anécdota ha sido la mejor definición que he escuchado de lo que es un artista.
Hace un par de meses, la directora de mi editorial me ubicaba por teléfono, encontré varias llamadas perdidas y unos audios. Me decía: “¡Jorge! Se abrió un cupo para exponer en la Feria del Libro, y podemos ocuparlo nosotros pero hay que confirmar ahora ya.. responde a la brevedad”.
De primeras sentí como mucho compromiso y no me nació ningún interés sano, hasta que revisé el afiche de esa nueva versión del certamen: en el centro aparecía, con unos pequeños ojos oscuros y con una mueca burlona en su boca entreabierta, arrastrando hacia abajo unos desordenados crespos que adornaban el cuello de su campera de cuero negra, el gran Hernán Rivera Letelier. Mi cabeza unió unos puntos rápidamente y emocionado, pensé: “ni siquiera pensaba llegar tan lejos con eso de escribir”.
La fecha no era buena, faltaba bien poco para terminar el año y menos tiempo aún para la presentación, cuando por vez única en diez años, me desvelé. Con la vista pegada en el techo inventando figuras con las manchas del cielo raso, me di por vencido con la idea de conciliar el sueño y asumiendo que no dormiría más, rechacé la cama para hacer productivo ese tiempo. En alguna etapa de mi vida había inventado la costumbre de aprovechar el insomnio y hacía de la noche, un día, entonces podía encontrarme lavando loza a las dos y cuarto de la mañana, o pasando una mano de barniz a un mueble a las cuatro am.
Antes de retomar la productiva costumbre, fui al baño como se hace al comenzar el día y viví algo inesperado: producto más de la lucidez que de la confusión nocturna, tuve una visión. A través del espejo, ví una vitrina blanca que me molestaba mucho por el espacio que ocupaba y a la cual necesitaba reubicar de hacía semanas, disponerse cómodamente en el sitio del frente gracias al reflejo. Además visualicé con diáfana figura, una planta de interior a un costado de este mueble, obteniendo la solución de la distribución de ese espacio. Más como un descubrimiento que como una idea mía, me iluminé para sellar el estilo que le quería dar a ese lugar, el que me tenía incluso molesto con esa parte de la casa.
Si bien esa iluminación tenía más tintes prácticos que artísticos, me sentí como “mi colega” Hernán. Y le digo así ahora, porque con el episodio lo creí así de cercano.
Tomé unos paños y los puse debajo del polémico mueble, acomodé un pequeño arrimo blanco hacia el costado y puse una planta de interior justo donde me lo había revelado el espejo. Esa era la solución definitiva.
No hizo falta nada más, ¿que otra cosa mejor que eso podía hacer esa noche de desvelo?.
Al día siguiente me desperté inspirado, liviano y lleno a la vez. Disfrutaba cada respiro no solo por la forma en que resolví el acertijo del orden de los muebles del baño, sino que sobre todo, por la similitud con los proceso creativos “del” Hernán.
Acostado aún, siento a mi padre entrar a la pieza que me dice: ¿cambiaste los muebles del baño?, a lo que respondí cerrándole un ojo lleno de convicción y algo de soberbia: Sí.
Me respondió con un tono seco: “te quedó como las hueas”.
Me levanté y fui a ver nuevamente el baño: era horrible, poco orgánico y asimétrico. Tenía la misma clase y gusto que una bodega abandonada. Solo la magia de la noche me había hecho creer en el desacierto… o puede haber sido mi emoción mezclados con la ansiedad.
Volví todos los muebles a su lugar, me molestaba aún pero era mejor opción.
Cerré la puerta, me miré al espejo y me pregunté: “realmente, ¿creíste que te parecías algo al gran maestro don Hernán Rivera Letelier?. Yo mismo me respondí con la espontaneidad con que nacieron mis visiones nocturnas: “lo más cerca que vas a estar de Hernán Rivera Letelier, es sentarte en la misma silla donde él haya compartido días antes sus anécdotas”.
Tomé el teléfono y llamé a la editorial: “confirmo” les dije, tal vez así podría ubicarme en el mismo ángulo desde donde ve a la gente cuando habla, o incluso, tal vez podría comprender como es que tiene sus propias epifanías.